Érase una vez un lápiz que tenía una dueña muy trabajadora que siempre le estaba poniendo a trabajar en cosas como: subrayar, escribir, dibujar, hacer cálculos... todo a lo que un lápiz bien afilado debía dedicarse.
Con el paso del tiempo ese lápiz se iba encariñando más con su dueña y un día se dio cuenta de que ya no era tan largo como antes, porque su querida dueña le había tenido que sacar punta muchas veces para que él siguiese haciendo su trabajo a la perfección, y empezó a pensar en el poco tiempo que le quedaba para seguir pasándolo bien con su dueña y se puso muy triste.
Después de varios días estando triste, se le acercó un brillante bolígrafo rojo y le preguntó qué le pasaba y el ya pequeño lápiz le contestó:
- Estoy muy triste porque después de todo el tiempo que llevo trabajando no voy a poder seguir escribiendo con nuestra dueña.
Aquel amable bolígrafo le contestó:
- Pero no debes estar triste por eso, porque ese es el motivo de que nos hagan y que te gastes quiere decir que has cumplido con tu valiosa misión.
- Ya lo se, pero me gusta tanto mi trabajo que desearía hacerlo para siempre.
- Si lo deseas con tanta fuerza, quizás las hadas de la escritura te lo concedan.
- ¿Quienes son las hadas de la escritura?
- Se supone que son las que nos dan la vida y nos cuidan hasta que terminamos de ser útiles.
- ¿Que tengo que hacer para que me concedan mi deseo?
- Tienes que desearlo con mucha fuerza y todos los días y si ellas consideran que lo mereces te lo concederán.
Y eso fue lo que hizo el lápiz; todos los días y a todas horas le pedía a las hadas que le permitiesen escribir eternamente y mucho tiempo después se dio cuenta de que su dueña había cambiado; sus manos ya no eran suaves si no arrugadas y duras, había envejecido y él seguía igual y fue cuando se dio cuenta de que las hadas le habían concedido la vida eterna.
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